Avasallamiento al derecho comercial


Jueves 16 de agosto de 2012 | Publicado en edición impresa
Editorial I

Avasallamiento al derecho comercial

Un reciente decreto del Poder Ejecutivo convierte a los directores estatales en empresas en meros espías de sus negocios


La principal característica de las sociedades comerciales es la "limitación de la responsabilidad", para evitar que el emprendedor deba responder con todo su patrimonio en caso de que sus negocios fracasen. La ausencia de esa limitación provocaría el abandono de toda actividad productiva o mercantil por quienes tienen aversión al riesgo e impediría la recaudación de grandes capitales para emprender proyectos de envergadura.
Las leyes sobre sociedades de los países avanzados tienden a parecerse entre sí. Por lo general, esas leyes prevén que, a cambio de dicha limitación de responsabilidad, quienes administran esas sociedades estén sujetos a estrictas pautas de conducta, para que su actuación redunde no en su propio beneficio, sino en el de la empresa para la que actúan. También se exige que las cargas y funciones que se imponen a quienes administran sociedades sean desempeñadas a título personal, sin que puedan ser delegadas a terceros.
La sabia ley de sociedades comerciales 19.550 y sus posteriores modificaciones siguen, a grandes rasgos, estos principios. No obstante, nuestro país ha sido incapaz de generar un mercado que ofrezca al público oportunidades efectivas de participar con sus ahorros en el capital de las grandes empresas. El último intento de abrir el capital de esas sociedades a la inversión de los ahorristas fue a través de las administradoras de fondos jubilatorios (AFJP), que volcaron al mercado accionario parte de las contribuciones al sistema previsional que efectuaron millones de aportantes. En 2008, y a través de decisiones políticas de dudosa justificación económica, la administración privada de los fondos previsionales fue reemplazada por la del Estado, a través de la Anses. Esta pasó a ser entonces accionista de una gran cantidad de sociedades abiertas en las que, hasta entonces, sólo habían participado accionistas privados. Estas columnas ya han tenido ocasión de manifestarse críticamente sobre estos temas y, en particular, acerca de las numerosas distorsiones que, para las empresas privadas, implica tener al Estado como inesperado socio.
Como accionista, la Anses tiene ahora la posibilidad de designar directores en muchas de las sociedades abiertas en las que las AFJP habían invertido los fondos de sus afiliados. Lamentablemente, a medida que pasa el tiempo, se comprueba que la Anses no cubre esos cargos con personas con conocimientos adecuados, sino que los otorga en pago de favores políticos o como premio por una militancia política. Obviamente, las designaciones de quienes no tienen credenciales suficientes para desempeñar esos cargos afectan, en primer lugar, a las propias empresas, al privarlas del consejo y la gestión de directores con la idoneidad suficiente. También ponen en riesgo la responsabilidad personal de los designados, al exponerlos a la realización de actividades para las que no se encuentran preparados.
Ahora, en una nueva vuelta de tuerca, por medio del decreto 1278, dictado hace pocos días, el Gobierno, en su afán de explotar política y económicamente los cargos de directores de las empresas en las que participa, ha dado por tierra con muchos de los principios que rigen, en el resto del mundo, la actuación de los administradores de sociedades comerciales.
En primer lugar, los ha convertido expresamente en funcionarios públicos. Esto introduce una formal representación estatal en el seno de entes de derecho privado, con todas las implicancias negativas que la injerencia del poder público puede tener.
El decreto también limita las facultades propias de los directores de las sociedades comerciales abiertas al obligar a los designados por el Estado a tomar las medidas que los funcionarios de turno consideren necesarias, en lugar de otorgarles la discreción necesaria para adoptar las que mejor se adapten a las necesidades empresarias. Se podría argumentar que ello es razonable en función de la propiedad del Estado sobre las acciones de esas empresas, pero no debe olvidarse que aquél convive como socio minoritario con otros accionistas cuyos intereses pueden no ser iguales a los de un Estado intervencionista y amigo de los controles de la economía, por más dañinos que éstos sean.
En el colmo de la sinrazón, el citado decreto elimina la responsabilidad de los directores, devenidos ahora en funcionarios públicos, garantizándoles su impunidad, cuando actúen según instrucciones recibidas del Estado. De acuerdo con estos nuevos principios legales, los directores estatales podrán proponer y forzar decisiones caprichosas del Gobierno, sin responsabilidad personal alguna y sin medir sus consecuencias.
El decreto cuestionado también pretende que el Estado, como accionista de empresas privadas, tenga un tratamiento preferencial en el acceso a la información, en un grado superior y previo al de los restantes socios minoritarios. Esta pretensión da por tierra con las obligaciones de simetría que las leyes que regulan el flujo de información generado por las sociedades abiertas exigen a quienes las administran. Además, el ejercicio indiscriminado de esta nueva potestad estatal afectará seguramente el derecho a la confidencialidad de los negocios societarios, al diseminarla imprudentemente a través de las estructuras burocráticas.
En otro exceso abiertamente inconstitucional, el decreto ha derogado un principio de nuestra ley de sociedades comerciales, que impedía ser directores a los funcionarios públicos cuyo desempeño estuviera relacionado con el objeto social, hasta dos años del cese de sus funciones. La derogación de ese sano principio abrirá la puerta a infinitas posibilidades de favoritismo en la contratación pública y a la obtención de privilegios inaceptables. En otras palabras, a la corrupción.
En resumen, el decreto 1278 desvirtúa principios largamente establecidos del buen gobierno empresario, afecta negativamente el mercado de capitales, convierte a los directores estatales en espías de la gestión y administración de los negocios privados, los despoja de sus verdaderas funciones, elimina los frenos inhibitorios para sus posibles conductas impropias y consagra, una vez más, la exorbitancia de las facultades del Estado en sus relaciones con las empresas privadas.

La Nación

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