El peligro de acostumbrarse a despreciar la vida humana

Domingo 03 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa

Editorial I

El peligro de acostumbrarse a despreciar la vida humana

La escandalosa cantidad de accidentes de tránsito y de delitos violentos muestran una sociedad que debería reaccionar ante la cultura de la violencia


Muy poco vale la vida humana en la Argentina de hoy a la luz de la pavorosa cantidad de accidentes de tránsito y de crímenes con su diaria cosecha negra de muertos, heridos y discapacidades físicas y psíquicas.

Detrás de esa triste cosecha hay una sociedad, la nuestra, con tal carga de violencia y de desprecio por el prójimo y por nosotros mismos que nubla nuestro horizonte -¿quién tiene la certeza de regresar a su casa sano y salvo?-, contamina nuestras relaciones y aflora hasta en la contienda política y en los discursos de los gobernantes. Tanto es el acostumbramiento o la resignación que las autoridades no reaccionan y la violencia sigue echando raíces y conforma ya un problema cultural. La abrumadora crónica policial y las estadísticas del dolor, lejos de ser meras noticias, dicen mucho sobre nosotros.

Algo muy grave ocurre cuando en los últimos 13 días de enero murieron nada menos que 56 personas en accidentes viales en las rutas del país, un número que prácticamente duplica los 30 muertos de la segunda quincena de enero del año pasado. Solamente el pasado jueves, feriado, 12 personas encontraron la muerte en nueve choques y ocho sufrieron heridas de diversa gravedad. El total de muertos en accidentes de tránsito en enero fue de 91. Se apresuró el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo, cuando el 15 de enero se congratuló por una reducción del 17 por ciento en los fallecimientos por accidentes de tránsito.

El año pasado, con un total de 7485 muertos en esta clase de accidentes en todo el país, el promedio diario fue de 21 personas y el mensual de 624, según Luchemos por la Vida. De esta manera, la Argentina ostenta uno de los índices más altos en ese tipo de mortalidad, generalmente evitable. Los accidentes en nuestras vías públicas constituyen la primera causa de muerte en menores de 35 años y la tercera sobre la totalidad de los argentinos. Entre las principales causas se encuentran la velocidad excesiva, la ingestión de bebidas alcohólicas y manejar con sueño.

Pero el de las muertes no es el único saldo. El otro es el de los heridos, con sus secuelas físicas y psíquicas. Datos internacionales señalan que ocho de cada diez personas que sobreviven a un accidente de tránsito terminan con secuelas físicas parciales o permanentes. A ello deben agregarse las secuelas psíquicas, a veces más incapacitantes que las físicas y, como éstas, con su correlato de sufrimiento personal y familiar e incidencia en lo laboral. El 30 por ciento de los lesionados graves integra el segmento creciente de personas discapacitadas. Así, las discapacidades prevenibles también se han incrementado.

Eso es quizá lo más lamentable: que se trata de hechos generalmente evitables. Algo similar puede decirse de la violenta ola delictiva. Por ejemplo, según un relevamiento realizado por LA NACION, la modalidad conocida como entradera fue una de las principales causas de homicidios en el área metropolitana. Durante el año pasado, cada siete días un vecino del conurbano o de la ciudad de Buenos Aires fue asesinado cuando llegaba o salía de su casa y era sorprendido por los delincuentes que querían ingresar en su vivienda o robarle el vehículo. El miércoles pasado, una maestra recibió un fuerte golpe en la cabeza al resistirse a una entradera en el partido de Vicente López.

El sadismo es una característica prevaleciente en muchos de los delitos, como puede advertirse en una simple selección de los ocurridos la semana pasada. Por ejemplo: un jubilado fue baleado a quemarropa al resistirse a un asalto cuando llegó a su casa en el partido de Ituzaingó y fue sorprendido por dos personas que se movilizaban en una moto. En Lomas de Zamora, un joven murió baleado en el pecho y, en San Isidro, un delincuente prendió fuego a una mujer tras asaltarla en su negocio de ropa, disconforme con los 4500 pesos que ella le había entregado. La mujer murió el viernes. El lunes, dos asaltantes le cortaron el dedo índice derecho a un colectivero de la línea 114, aunque no llegaron a seccionárselo. En Tucumán, la pianista Myrtha Raia, de 84 años, murió luego de agonizar tres días debido a las graves heridas que sufrió en un brutal ataque a golpes en su casa. La cuota de sadismo que hay en muchos de estos hechos es tan preocupante como la ola delictiva en sí misma.

Pareciera que la violencia que envenena a la sociedad necesita cada vez más bocas de salida. Las agresiones se suceden en una gama de inusual amplitud. Así, tenemos a padres que agreden a los maestros de sus hijos y a parientes de enfermos que golpean a los médicos que los atienden. Tenemos un Estado que no sólo no combate como debería el crimen ni controla debidamente las rutas y sus concesiones, sino que ha permitido el colapso del sistema ferroviario, que sólo en el accidente de la estación Once se cobró 51 muertos hace casi un año. Es el mismo Estado que agrede a la ciudadanía cuando le presenta como verdaderas estadísticas notoriamente falsas sobre la inflación, o cuando obliga a los viajeros a recurrir al mercado paralelo de divisas, o cuando emplea todos sus recursos para garantizar la impunidad de los funcionarios acusados de corrupción.

En este contexto, no es casualidad que, según el Ministerio Público de la ciudad de Buenos Aires, el delito de amenazas sea el más frecuente entre los registrados por la justicia porteña.

Como puede advertirse, estamos ante un fenómeno complejo y la necesidad de una pronta reacción compete a todos, a cada uno en su campo de acción, por modesto que sea. No podemos resignarnos ni hacer nuestra la vieja frase de Hobbes: "El hombre es el lobo del hombre". Es preciso cortar ya el círculo vicioso de la violencia, y una forma de comenzar es volver a convencernos de que la vida humana es siempre sagrada.

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