La Argentina de hoy, un país desgarrado

Domingo 03 de febrero de 2013 | Publicado en edición impresa

La Argentina de hoy, un país desgarrado

Por Mariano Grondona | LA NACION


Si nos atenemos a la definición de Ortega y Gasset, según la cual una nación "es un proyecto sugestivo de vida en común", que mira por consiguiente al futuro más que al pasado, ¿hasta qué punto la Argentina de hoy es, plenamente, una "nación"? La pregunta es pertinente porque supone que una nación, para serlo de verdad, contiene un proyecto abarcador al cual adhiere la mayoría de sus ciudadanos en un ambiente de libertad que no excluye, por supuesto, disidencias y discusiones en el fondo "menores" entre ellos.

¿Es ésta la condición del consenso en la Argentina actual? ¿O son nuestras diferencias, al contrario, tan hondas y ríspidas que ya no puede hablarse de "uno" sino de "dos" consensos tan encontrados, tan frontales, que en el fondo nos desgarran entre las visiones contrapuestas de horizontes finalmente incompatibles?

Uno de los dos consensos que nos desgarran corresponde por lo pronto al Gobierno, que sueña con una Argentina unitaria, de pensamiento único, que gire en torno de una "Cristina eterna" disponible para un tercer período a partir de 2015 y aún más allá, dueña de un poder absoluto que nadie cuestione ni limite. Pero este poder, de afianzarse, ya no tendría un carácter pluralista, "republicano", sino un carácter en definitiva "monárquico", despótico, en dirección de un monopolio político personal, de tipo "chavista", incompatible con la democracia.

A este anhelo reñido con nuestra vocación democrática se opone otro proyecto verdaderamente republicano que, si tiene la ventaja de contar con el consenso comprobado de dos tercios de los argentinos y se ha expresado en el reciente rechazo a la re-reelección de una cantidad suficiente de legisladores de la oposición, también adolece del hecho de que esta oposición no está unida sino dispersa, lo cual facilita los designios despóticos del kirchnerismo.

¿Quién ganará esta crucial pulseada? A los que optamos por la república podría consolarnos saber que, según las encuestas, dos tercios de los argentinos también la prefieren. Pero, como lo han hecho notar los llamados "maquiavelistas" de principios del siglo XX, entre ellos Wilfredo Pareto y Gaetano Mosca -que no creían en la democracia-, más de una vez una "minoría organizada" ha prevalecido sobre una "mayoría desorganizada", incluso en democracia. ¿Podría darse este caso en la Argentina? Digamos en favor de los "maquiavelistas" que el gobierno kirchnerista ha demostrado tener hasta ahora una contundente "voluntad de poder" que contrasta peligrosamente con el desgano político de los opositores. Se aferra al poder con tanta intensidad que hace recordar al apotegma de Richard Nixon cuando dijo que "sólo estás vencido cuando te das por vencido". Y una cosa es cierta: que, aunque algunos la den por vencida en su empeño de un poder sin frenos, Cristina no se ha dado nunca por vencida. No ha tirado la toalla. Creemos que no la tirará. Por eso nos parece peligrosa la persuasión de algunos de que Cristina "ya perdió". Esta persuasión es "facilista". La batalla entre la república y el despotismo aún no ha terminado.

Esta batalla crucial se librará en dos tramos. En el primero de ellos, que se desplegará en el curso de 2013, los argentinos tendremos que renovar la mitad de la Cámara de Diputados y un tercio del Senado. Esta elección legislativa, que ocurrirá en octubre de 2013, será precedida en agosto por elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias, para designar a los candidatos que competirán en ella. En 2015 competiremos, en fin, no sólo para atravesar otro tramo legislativo sino también para decidir la suerte de la próxima elección presidencial destinada a cubrir el período 2015-2019.

¿Hasta dónde gravitarán los comicios parlamentarios de 2013 en los comicios presidenciales de 2015? Si el kirchnerismo gana en 2013, aumentarán las posibilidades de Cristina en 2015. Si pierde, quizás a la Presidenta le llegue la hora de librar, en condiciones desventajosas, su combate final. La prueba de que no resignará fácilmente al destino republicano que la acecha es que ha ampliado el derecho de votar a los menores de dieciséis años, a los que supone más fácilmente manipulables, y que todavía se resiste a que los ciudadanos puedan votar en una boleta única, que es garantía en todas partes -pero no entre nosotros- contra las eventuales manipulaciones gubernamentales.

Si Cristina se resignara finalmente a traspasar el poder de aquí a tres años, este gesto, sobre todo si parece espontáneo, la dejaría en condiciones de influir sobre la designación de su sucesor. Pero, a la vista del enorme poder del que goza y del carácter prácticamente incondicional que le ha impreso por encima de sus colaboradores, esta bienvenida hipótesis deviene improbable. Contra ella militan, en todo caso, dos frases memorables. Una, del liberal lord Acton, nos recuerda que, "mientras el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente". Otra, que no tiene un autor reconocido porque nadie querría lucirse con su brutal franqueza, nos advierte que "a veces mandar es un placer más intenso que hacer el amor".

Lo que sí deberíamos prepararnos respecto de Cristina es a aplaudirla sinceramente en el caso de que ella se convirtiera en republicana puesto que, si se produjera esta improbable transformación, cesaría como por arte de magia el desgarramiento que hoy aflige a los argentinos. ¿Estamos soñando? Quizá no, porque bien podría ocurrir que las circunstancias la empujen al fin en dirección de este destino, al cual se opondrían sin embargo dos pasiones difíciles de remontar: el fanatismo de los que la rodean y los malos recuerdos de los que no la toleran.

Los argentinos, al fin de cuentas, tendríamos que madurar. ¿Pero en qué consiste, en resumidas cuentas, "madurar"? En no apostar a una "persona" ni a un conjunto de personas sino a la vigencia de ciertas "reglas". Una personalidad "autoritaria" todo lo apuesta al carisma de una persona. Una personalidad inclinada por la vigencia de las instituciones no desecha por cierto la atracción de las personas, pero también confía en la sabiduría de las reglas. Las personas son mortales. Nada duradero se encarna en ellas. Los países que han aprendido a desconfiar de las personas, aunque ellas sean rutilantes, se recuestan en las instituciones. Esta distinción se aprende con la experiencia. Los ingleses, por ejemplo, cortaron las preferencias de Churchill por seguir en el poder al día siguiente de que éste los llevó a la victoria en la Segunda Guerra Mundial, aunque lo eligieron después, cuando había pasado, según ellos, el peligro del personalismo.

Mientras las reglas pueden ser inmortales porque nos ofrecen un sistema, los hombres y las mujeres son mortales. Podemos entusiasmarnos con ellos, pero no podemos edificar sobre ellos lo imperecedero, a menos que los liguemos a la fundación de un sistema o a la independencia de una nación, como Washington, Mandela o San Martín. Si Cristina comprende al fin que debe "reducir" sus aspiraciones a las de una presidenta republicana y nada más, todavía está a tiempo para merecer el sincero reconocimiento de los argentinos por habernos liberado del desgarramiento interior que hoy padece nuestra nación. ¿Será capaz de demostrar esta actitud de humilde grandeza? Y si demostrara serlo, ¿seríamos capaces quienes la hemos criticado tantas veces de elogiarla en dirección de la república? Si las respuestas a estas dos preguntas son positivas, la Argentina dejará de ser una nación desgarrada.


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