La ley de medios, síntoma de un Estado colonizado

Sábado 09 de noviembre de 2013 | Publicado en edición impresa

La ley de medios, síntoma de un Estado colonizado

Por Eduardo Fidanza  | Para LA NACION



La ley de medios se ha convertido en una larga saga política y en un laberinto jurídico indescifrable para la mayoría de los argentinos. Su sino es la controversia y los alineamientos que provoca no tienen que ver con los preceptos que contiene, sino con la posición que los distintos sectores de la sociedad adoptan respecto del Gobierno. Los sondeos confirman este fenómeno con mucha claridad: el 75% de quienes aprueban la gestión de la Presidenta está de acuerdo con la ley; por el contrario, un porcentaje similar de los que desaprueban a Cristina rechaza la legislación . Si a eso se le suma que es ínfima la cantidad de ciudadanos que conocen los contenidos de la ley y están en condiciones de opinar sobre ellos, puede concluirse que la respuesta social se reduce a un mero reflejo condicionado, de raíz partidaria.

Acaso esta consecuencia opere como un espejo de las limitaciones de nuestro sistema político: la sociedad responde con una actitud partidista a una legislación que, declamando neutralidad, nunca pasó de ese estadio. Mucho se ha hablado de la necesidad y oportunidad de una moderna ley de medios de comunicación. Existía consenso en el espectro político y social argentino acerca de que esa nueva legislación era una deuda de la democracia. Había disposición para rediscutir cuotas de mercado y determinar el mejor modo de adecuar el sistema de medios al creciente pluralismo y a las nuevas tecnologías. Sin embargo, a la hora de diseñar y aplicar la legislación prevalecieron intereses facciosos, que invalidaron el sentido que pudo haber tenido. La sospecha inicial, y luego la certeza, de que la ley estaba hecha para perjudicar los intereses de un grupo de medios la privó de entrada del espíritu universalista y neutral que debe presidir a la legislación estatal. Y aquí tal vez esté el núcleo del problema. Y la enorme dificultad de su resolución.

Cuando la Corte Suprema recuerda, a modo de admonición, que la ley carecería de sentido sin transparencia en materia de publicidad oficial, sin asegurar el pluralismo y sin garantizar un órgano de aplicación técnico e independiente, se sacude la cuestión jurídica y pone el dedo en la llaga del sistema político. Le devuelve la pelota. Concluye, según interpreto: la ley es constitucional siempre y cuando exista un Estado cuyos organismos cumplan los requisitos previstos por la Constitución. La tradición del liberalismo político, que está detrás de ella, promueve la independencia de los poderes del Estado, suponiendo que éste se mantendrá relativamente autónomo de los intereses sectoriales y de las apetencias partidarias. Para eso diseña contrapesos, organismos de control y diversos procedimientos que limitan el poder de los gobiernos y los obligan a rendir cuentas.

Si la ley de medios era una deuda de la democracia, su aporía desnuda una deuda aún mayor: la distinción entre cuestiones de partido, cuestiones de gobierno y cuestiones de Estado. Luis Alberto Romero ha expuesto este drama nacional con perspectiva de historiador: "La experiencia argentina muestra un Estado que tempranamente quedó a la zaga de los intereses corporativos, que lo capturaron y lo convirtieron en el espacio de su puja por la distribución -escribe-. A la larga, resultó un Estado desarticulado en su núcleo esencial, de control y normatividad, y convertido en botín de distintos grupos prebendarios". Y remata: "Con la democracia no se hizo nada para modificar este proceso, que, por el contrario, se profundizó".

Ese Estado, colonizado por intereses sectoriales, al perder su capacidad de control y regulación, pervierte a la sociedad. Se transforma en un canal de circulación de las elites, en el sentido que describió Wilfredo Pareto. Así, los perjudicados de hoy son los favorecidos de ayer. Y los que ahora se sienten protegidos mañana pueden perder sus ventajas. La distribución de privilegios y castigos responde a la arbitrariedad del Gobierno, que, por la fuerza o por la astucia, monta y desmonta las más diversas articulaciones de intereses. El requisito es la discrecionalidad, conseguida debilitando los organismos de control y auditoría. Quizás esté pendiente una historia testimonial de las instituciones y de los funcionarios de carrera destinados a ese cometido, tantas veces humillados por el poder de turno. Sería una historia de la cara oscura de nuestra democracia.

Carlos Pagni escribió ayer que, paradójicamente, el fallo que declaró constitucional la ley de medios puede ser su certificado de defunción. El argumento despliega un complejo arco de factores legales, políticos, comerciales y económicos. Detrás de esa trama, se advierte la dificultad de legislar con sentido verdaderamente progresista sobre temas centrales para el interés nacional.

No es la ley de medios el problema. Ella es apenas el síntoma de una enfermedad mucho más grave y determinante.

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