La revolución moral del papa Francisco

Jueves 14 de noviembre de 2013 | Publicado en edición impresa

La revolución moral del papa Francisco

Por Mariano Grondona | LA NACION



Y a no hay dudas de que el papa Francisco exhibe, en altas dosis, el don de la simpatía, esa cualidad de sentir con el otro, poniéndose en su lugar. Pero a la simpatía también se la asocia con la permisividad. ¿Es Francisco, además, un papa permisivo?

Después de leer lo que acaba de decir contra la corrupción, sería difícil sostenerlo. En una declaración de este último fin de semana, el Papa afirmó que "para los cristianos de doble vida no hay perdón de Dios. Se merecen -lo dice Jesús, no lo digo yo- que les pongan en el cuello una piedra de molino y los arrojen al mar". Tres días antes, también en Roma, Francisco clamó contra "los devotos del dios soborno, aquellos que a sus hijos les dan a comer pan sucio. Tal vez deberíamos rezar por estos niños y jóvenes. Ellos también tienen hambre. Pero tienen hambre de dignidad".

Después de recordar la disposición de Dios para perdonar a todos los pecadores, Bergoglio agregó: "Pecadores somos todos, pero corruptos no. Quien peca y se arrepiente, pide perdón. Pero aquel otro que, en el fondo, no se arrepiente, finge ser cristiano y lleva una doble vida. Mete la mano en un bolsillo y da a la Iglesia. Con la otra mano, roba. Su belleza es la de los sepulcros blanqueados. Cristianos corruptos, sacerdotes corruptos? La corrupción, que quizás empieza con un pequeño sobre, al fin se convierte en un sistema de vida".

Los "sepulcros blanqueados", en otras palabras, no tienen perdón. Su pecado imperdonable es la hipocresía. Este extremo rigor contrasta, sin duda, con la extrema simpatía de Francisco. Es blando en casi todo lo que tiene que ver con el pecado. Es extremadamente duro, en contraste, con un solo pecado: el de la corrupción. Aquí se frena de golpe la simpatía y asoma, inexorable, la severidad.

Habría por consiguiente, en la visión papal, dos clases de pecados: los comunes, lavados por el perdón, y la corrupción, en última instancia imperdonable. Es como si estuviéramos frente a una nueva teología moral, frente a una nueva clasificación de los pecados según se los ordene en veniales o mortales. Desde la perspectiva de Francisco, casi todos los pecados resultarían veniales salvo uno, la corrupción.

Nos hallamos aquí frente a una revolución moral, ya que en el mundo moderno, y particularmente en la Argentina, prevaleció hasta ahora la idea de que la corrupción, a la que a veces se la licua con la vaga denominación de "corruptela", es general, no es tan grave y en ocasiones resulta inevitable, mientras que Francisco viene de ponerla al tope de los pecados más graves. ¿Cuál es la razón de este salto cualitativo? A lo mejor, que en tanto que los pecados comunes hablan de nuestra debilidad y tienden por ello a ponernos en nuestro lugar porque nos incitan a la humildad ("humus" significa "tierra"), la corrupción de la que habla Francisco, ligada como decíamos a la hipocresía, se vincula con el pecado original de nuestro padre Adán cuando, tentado por la serpiente, pretendió convertirse él mismo en dios, cometiendo así el pecado mortal de la soberbia, que es el único, en resumidas cuentas, imperdonable.

El hombre creyó por mucho tiempo que él y la Tierra eran el centro del universo. Cuando se descubrió que apenas habitábamos un planeta menor, a esta nueva perspectiva se la llamó revolución copernicana, en honor de Copérnico, que la descubrió. ¿No estará generando Francisco una nueva revolución copernicana, esta vez en el campo de la visión moral?

Desde que Francisco es papa, ya produjo varias señales en esta dirección. Habló cada día más de una Iglesia de los pobres y de ir de la periferia el centro y no a la inversa. Pareciera que, desde su innegable simpatía, nos está empujando suavemente hacia un nuevo orden moral que, lejos de ser en sí mismo simpático o no, apunta en una dirección radicalmente nueva. Pero, así como Ortega y Gasset decía que "la claridad es la cortesía del filósofo", Francisco quisiera darnos sus enseñanzas de a poco, suavemente. Su estilo no debiera, empero, confundirnos: lo que trae detrás de su alegre sonrisa es nada menos que una revolución acompañada, eso sí, por una simpatía gracias a la cual terminaremos por aceptarla sin convulsiones.

Hay dos clases de revoluciones, en suma. La Revolución Francesa, que conmovió al mundo y sin embargo nació y murió con los Borbones, y la Revolución Inglesa, que un siglo antes, sin tanto ruido, cambió el mundo. En Francisco, por lo que vamos viendo, hay menos ruidos que nueces.

© LA NACION

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