Sicarios: fruto de la inacción ante el narcotráfico

Editorial I

Sicarios: fruto de la inacción ante el narcotráfico

El constante aumento de los asesinatos vinculados con el tráfico de drogas confirma la falta de voluntad del Gobierno para combatir ese flagelo


l crecimiento y la consolidación del narcotráfico en la Argentina se vieron acompañados por la sintomática aparición de asesinatos ejecutados por sicarios, algo que llegó a formar parte del paisaje cotidiano en las principales ciudades de Colombia y México, y que, si nuestras autoridades no adoptan prontas y eficaces medidas, puede convertirse, entre nosotros, en una trágica rutina.

Todo indica que el reciente asesinato en los bosques de Palermo de un ciudadano colombiano a manos de un desconocido que le disparó desde una moto conducida por otro hombre se inscribe en esa línea iniciada en 2008, cuando dos hombres de esa nacionalidad resultaron acribillados en el estacionamiento del shopping Unicenter, en Martínez. Una de las víctimas era auxiliar de un jefe de un cartel de Colombia.

En este mismo vector de violencia homicida derivada del narcotráfico, hay que ubicar los asesinatos que en Rosario están superando el promedio de uno por día desde el comienzo del corriente año, muchos de ellos vinculados con el submundo de la droga. Es que, por lo general, toda esta gama de hechos suele caracterizarse por el ajuste de cuentas: acuerdos que no se han respetado sobre zonas de venta de la droga, dinero sustraído y traiciones en beneficio de grupos rivales.

En ese ámbito signado por la muerte inevitable, el mensaje es, precisamente, ése: que la traición o la estafa se pagan con la vida y que no hay perdón ni forma de escapar del castigo. Estas características otorgan a las ejecuciones un aberrante valor didáctico, como es mostrar que nadie debe salirse del estrecho campo de acción que la banda, el grupo o el cartel le ha asignado, y que quien lo hace lo paga con su vida, y nadie podrá evitarlo.

En 2009 ocurrió el segundo asesinato resonante cometido por sicarios en nuestro medio y su víctima, que había sobrevivido a un ataque similar en Medellín, fue otro ciudadano colombiano, Sebastián Galvis Ramírez, abatido en una esquina de la Avenida del Libertador. En 2012, Jairo Saldarriaga, un jefe de sicarios, también colombiano, fue asesinado en Barrio Norte. Policías de su país indicaron que Saldarriaga habría comandado el asesinato de los dos hombres en Unicenter. Hubo otro caso en 2012 y uno el año pasado, de características similares.

Fuentes policiales y judiciales coinciden en señalar que es muy probable que en varios de estos casos los ejecutores también hayan sido colombianos que obedecieron órdenes impartidas en su país, pero tampoco descartan que a medida que se repitan estos hechos con la impunidad que hasta ahora los acompaña, los autores intelectuales recurrirán a asesinos argentinos. Es éste uno de los aspectos más preocupantes.

Dos rasgos de esta modalidad llaman poderosamente la atención. Uno, al que acabamos de referirnos, es la impunidad con la que actúan los sicarios y el fracaso de nuestros investigadores para esclarecer y castigar esos hechos. El otro es la falta de explicación de las autoridades argentinas acerca de la política aplicada -si es que hay alguna- para la radicación en nuestro suelo de ciudadanos extranjeros y si ésta incluye una exhaustiva investigación de sus documentos y antecedentes. No debe confundirse este planteo con una actitud discriminatoria hacia ciudadanos de ciertos países, como Colombia, del que provienen numerosos estudiantes y profesionales que honran a su patria, pero a estas alturas es preciso descartar fehacientemente la posibilidad de que exista en algunos organismos estatales una connivencia con el arribo de extranjeros con antecedentes asociados al narcotráfico.

Por lo pronto, el fiscal federal Federico Delgado ha denunciado la presunta connivencia de estratos de la Policía Federal con la venta de drogas en un centenar de domicilios de la Capital Federal, al tiempo que señaló que las investigaciones por narcotráfico suelen limitarse a los niveles "inferiores de las organizaciones criminales y jamás se asciende en la pirámide".

A ello hay que sumarle la desastrosa pasividad del Gobierno en la materia, que más de una vez hemos calificado en esta columna como una complicidad de facto. Se ha negado el flagelo de la droga y se lo ha silenciado mientras crecía en forma incesante. La gravedad del problema también la puso de manifiesto en reiteradas oportunidades -la última, anteayer- el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti. "Está afectando el Estado de Derecho. No hay que discutir sobre estos temas -afirmó sobre el narcotráfico-, sino ponernos de acuerdo en cuestiones básicas e implementarlas."

Como las pestes de la antigüedad, la droga nunca llega sola. La acompañan la corrupción -social, policial, judicial y política- y la violencia. En el negocio mortal de la droga, lo que no se obtiene con dinero se obtiene con la violencia. Mientras no se combata el narcotráfico, no podrá combatirse con seriedad una de sus consecuencias, los sicarios.

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