Un pontífice con olor a oveja

Un pontífice con olor a oveja

Por  | LA NACION



os aniversarios, vistos desde Roma, se miden de otra manera. No es lo mismo, por lo pronto, cumplir dos mil años como lo hace el papado que cumplir apenas algunos centenares de años, que es la cuenta habitual de las naciones "normales". Pero hay algo más significativo en la comparación entre Roma y las demás trayectorias que este dato numérico. Ocurre, en efecto, que en tanto naciones como la Argentina o los Estados Unidos cumplen años "hacia adelante", en busca de su propio futuro, la Iglesia, al celebrar su aniversario, también debe mirar hacia atrás para salvar su pasado.

En cierto sentido, entre nosotros y en cualquier otra nación "normal", lo más importante está por venir. Atesoramos los recuerdos del pasado, pero asimismo, y sobre todo, compartimos la sensación de que será un futuro todavía indeterminado el que habrá de revelar nuestro lugar en la historia. La perspectiva temporal de la Iglesia es en cierto modo inversa, ya que los acontecimientos decisivos, para ella, tuvieron lugar en los tiempos remotos de la Creación, la Revelación y la Redención. Según esta otra lógica, lo importante está detrás y no delante de nosotros, reside en la fuente y no en la desembocadura del ancho río del que formamos parte. De acuerdo con esta otra lógica, lo que más importa no es sólo la innovación que fascina a los tiempos modernos, sino también la autenticidad, la fidelidad a un pasado irrenunciable, igualmente exigente, que nos viene de lejos.

"Soy el que seré", dice el hombre moderno, y su ansiedad más aguda es, por ello, no perder el tren de la historia. Pero también es verdad que el hombre auténtico pugna por no descarrilar, por mantenerse fiel a lo que verdaderamente es, de modo tal que podría decir al mismo tiempo "soy el que fui", reforzando su conexión tradicional. Antiguas organizaciones tradicionales como la Iglesia y otras que conectan con el pasado deben ser salvadas así en el recuerdo de los pueblos, como un escudo protector contra la liviandad y el olvido.

No nos debe asombrar, por ello, que el papa Francisco haya celebrado su primer aniversario recordando su condición de pastor, "con olor a oveja". En ciertas dimensiones, he aquí un papa que a los argentinos podría ir quedándonos grande porque nos conecta con paisajes "ultraargentinos". Su irradiación se ha vuelto universal, ya que atrae a los católicos y a los no católicos por igual. Como un verdadero hacedor de puentes (pontífice), conecta el pasado con el futuro y lo remoto con lo cercano. ¿Cómo explicar sino su atracción excepcional, que lo ha convertido en una personalidad que impacta simultáneamente en el Norte y en el Sur, entre católicos y no católicos, entre creyentes y no creyentes, hasta producir la paradoja de un pastor que, trascendiendo a su propia grey, representa en cierto modo a todas las razas, más allá de sus concretas circunstancias?

¿Qué significa, por otra parte, que este pastor universal sea, además, argentino? ¿Hasta dónde lo hemos perdido los argentinos y los latinoamericanos? Estamos rodeados por paradojas que nos abruman. Los católicos creíamos que el Papa era algo así como un monarca universal. Pero ahora nos encontramos con un papa con olor a oveja que, en cierta forma, ya no pertenece sólo a los católicos, que al parecer se minimiza como un humilde pastor y de golpe es aceptado en todas las dimensiones, uniendo con un hilo invisible a todos los hombres y mujeres de este ancho mundo. Quizá su contrafigura sea hoy Vladimir Putin porque, reiterando el antiguo expansionismo ruso, no ha agrandado, sino que ha achicado su figura ante el resto de la humanidad.

El advenimiento del papa Francisco no sería comprensible si pretendiéramos analizarlo a través de las categorías habituales del poder. Putin no es más grande porque pretenda Crimea. Francisco no es más chico porque lave los pies de los humildes. Es que hemos entrado a otra categoría de la realidad. Ya Francisco cambió el lenguaje al añadir a las consabidas encíclicas un sistema de signos, de mensajes breves, sencillos e inmensamente significativos. Quien habla el castellano o el alemán también queda de algún modo atrapado en ellos. Como Francisco lo demuestra todos los días, la vigencia de una sonrisa es, en cambio, universal.

¿Agregaríamos algo a nuestra comprensión diciendo que el reino de Francisco es espiritual? Estamos aquí en otro reino. Una vez Stalin, según cuenta Churchill en sus Memorias, se burló del Papa preguntando "y cuántas divisiones tiene él"? El Papa no tenía ninguna. Tampoco las tiene Francisco hoy. Como le dijo Hamlet a su amigo: "Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña tu filosofía". Nos queda, en fin, otra pregunta aún sin contestar: la elevación de un papa argentino, ¿no ha sido una señal?

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