El viejo y falso mito de la gratuidad

Editorial II

El viejo y falso mito de la gratuidad

No puede seguir ocultándose que el costo de la altísima deserción en la universidad pública lo pagamos todos los contribuyentes de nuestro propio bolsillo

Advertíamos recientemente desde estas columnas sobre las altas tasas de deserción del sistema universitario argentino inundado de alumnos que, a lo largo de un año, no aprueban ninguna materia o que apenas logran aprobar una, con lo que se alcanza un preocupante porcentaje total de deserción cercano al 75 por ciento, por demás elevado si se lo compara con la media latinoamericana que ronda el 50% y notoriamente superior a las tasas de los países desarrollados.

Ante este panorama, seguir poniendo el acento en el valor de la gratuidad de la universidad pública es estar cuando menos distrayendo lo que debiera ser el auténtico foco de una cuestión cuya relevancia no puede soslayarse. Si más de medio millón de alumnos pueden hoy asistir a las 40 universidades nacionales es pura y exclusivamente porque nuestra sociedad se encuentra fatalmente atrapada dentro de un sistema impositivo tan regresivo como gravoso, que no sopesa convenientemente el costo de asignar mal los recursos. La enseñanza universitaria puede parecer gratuita porque no requiere del pago de una cuota mensual por parte de quien puede acceder a ella, pero no lo es para la familia del estudiante ni para su comunidad, pues es la sociedad en su conjunto quien indefectiblemente debe costearla a través del pago de impuestos.

Es misión del Estado promover y desarrollar políticas públicas eficientes y económicamente viables para dar respuesta concreta a las necesidades de la población. No hacerlo sólo conduce a alimentar un perverso y engañoso sistema con aires de populismo, que reproduce desigualdades en lugar de tender al auténtico y deseable equiparamiento de las oportunidades. Quien crea que abrir los claustros universitarios para ingresos irrestrictos gratuitos constituye una apuesta a la igualdad, a la inclusión y a la elevación de los parámetros educativos, se equivoca palmariamente. A la luz de los resultados que comentamos no quedan dudas de que, con un altísimo costo económico por alumno ingresante, las políticas vigentes sólo aseguran una merma de la calidad y de las oportunidades educativas reales para quienes efectivamente habrán de aprovecharlas. Beatriz Sarlo ha explicado en este mismo diario por qué "la universidad es gratuita sólo en el sentido en que no se paga matrícula, pero es un lugar poco igualitario para elegir y permanecer allí".

Invertir en educación es apostar al futuro, como tantas veces hemos recalcado. Pero con recursos cada vez más acotados no puede dilapidarse el esfuerzo económico de una sociedad, sino que debe trabajarse en el sentido de optimizarlos para beneficio de todos. Muchas son las causas de las referidas altas tasas de deserción, entre las que se destacan la escasa preparación que brinda la educación secundaria y las desigualdades iniciales de los ingresantes. Por eso, resultan ciertamente muy preocupantes expresiones como las del rector de la UBA, Alberto Barbieri, quien afirmó que el paso de los estudiantes que no completan el ciclo de estudios en la universidad no redunda en un gasto inútil, pues permite mejorar su inserción laboral y su nivel salarial. Tristes políticas educativas aquellas que no contemplan ámbitos acordes para distintas vocaciones y grados de compromiso con una educación superior. Que un estudiante goce de ventajas en un sistema de estudios cuyas reglas fundamentales incumple pareciera ser un argumento absolutamente inconsistente y disparatado. ¿Cómo puede el rector de una universidad con 200 años de historia justificar frente al contribuyente, o sea frente a la sociedad, que paga esos estudios que alguien tiene derecho a gozar de los beneficios de un sistema cuyas normas decide abiertamente no respetar? ¿Cómo sostener que quienes sí respetan los planes de estudio deban recibir una educación condicionada o acotada por una inversión inútil? ¿Cómo programar un gasto racional y optimizar sus beneficios frente a una matrícula de estudiantes que jamás completará su educación más que en un ínfimo porcentaje?

Si bien los exámenes de ingreso no son la única solución al problema, algunos ejemplos demuestran cómo contribuyen, por lo menos, a determinar la capacidad e interés de los aspirantes a ingresar. En ese sentido, la Universidad Nacional de La Plata brinda un ejemplo por demás elocuente. A la Facultad de Periodismo, que no cuenta con exámenes de ingreso, asiste un 47 por ciento más de alumnos que a la de Medicina, que sí evalúa a los ingresantes. Lo notable es que en esta última se reciben un 56% más de estudiantes que en la primera. Está claro que, en palabras de Barbieri, "la universidad pública no es una simple productora de graduados". Más bien, todo lo contrario. Ese complejo y diverso abanico al que hace referencia el señor rector viene demostrando con incontrastables estadísticas que, cuanto más pública y más gratuita, la universidad pierde en calidad de enseñanza y lejos de incluir y promover la igualdad de oportunidades sólo nivela hacia abajo.

Reconocidos expertos en educación como Alieto Guadagni, quien ha señalado la contradicción de alentar "muchos alumnos y pocos graduados", o Augusto Pérez Lindo, que sostuvo que "el volumen del fracaso académico en la Argentina es tan alto que se puede hablar de una catástrofe pedagógica", destacan la gravedad de la crisis provocada por una inclusión excluyente. Para superarla se han propuesto desde políticas activas de becas para combatir desigualdades hasta formas de mejorar la educación secundaria y mecanismos que permitan evaluar las capacidades y el compromiso de los ingresantes. Desde luego, las soluciones a cuestiones tan complejas como importantes no pueden ser simplistas y corresponde abordarlas en su totalidad. Sin embargo, las autoridades no logran proponer respuestas eficaces para una crisis cuyas consecuencias están muy lejos de ser gratuitas -hablamos de qué futuro construimos para nuestra nación? y sí esgrimen todo tipo de falaces argumentos en defensa de lo insostenible.

Los muy preocupantes índices de deserción universitaria confirman que las políticas supuestamente diseñadas para promover un acceso igualitario a los claustros profundizan en realidad la inequidad y malgastan para ello el dinero de los contribuyentes. De cara al futuro, el desafío que plantea la educación debe contemplar estas cuestiones medulares y resolverlas en beneficio de todos sin falsas premisas ideológicas o políticas

http://www.lanacion.com.ar/1738941-el-viejo-y-falso-mito-de-la-gratuidad

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