El lado irracional del poder

Viernes 17 de mayo de 2013 | Publicado en edición impresa

Pensándolo bien

El lado irracional del poder

Por Jorge Fernández Díaz | LA NACION



Un funcionario de altísimo rango, con fluidos contactos en el mundo de los economistas heterodoxos, recibe un informe técnico sobre la marcha de las finanzas públicas. Lo lee a solas, en su mullido sillón oficial, tomando el primer café de la mañana, y al recorrer las cifras y las conclusiones siente escalofríos.

No tanto por los resultados del estudio, que muestra problemas alarmantes, ni por los autores del aséptico diagnóstico, que son científicos de la economía e incluso simpatizantes del modelo, que consideran neokeynesiano. Sino principalmente porque al final de esa escalera deberá tomar una decisión difícil: pasárselo a la Presidenta o destruirlo. Ésa es la cuestión que más le preocupa.

"No le lleves malas noticias a Cristina -solía decir Néstor Kirchner-. No le lleves malas noticias porque es peor." "Está bien -se dice el funcionario-, mejor no me meto en camisa de once varas." Cierra la carpeta, la guarda en un cajón y recomienza la agenda del día.

Le traen documentos para firmar y recibe a varios miembros de su equipo. Va pasando lentamente la jornada y hay mucha actividad. Sin embargo, el funcionario no puede sacarse de la cabeza ese cajón cerrado. Se lleva a su casa el ceño arrugado y el debate íntimo: "Si se lo entrego puede caerle muy mal, pero si no lo hago estoy cometiendo un terrible error".

El funcionario sigue creyendo en el "proyecto" (así lo llama) nacional y popular, aunque en voz baja admite que ya no se puede hablar de un "modelo". Porque del modelo de antaño no queda mucho. El dilema de hacer frente a la Presidenta con una pésima noticia o practicar la plancha entre tiburones lo persigue unos días más. Finalmente, la Presidenta lo cita por otro tema en su despacho de la Casa Rosada, y antes de acudir, como en un impulso patriótico, el funcionario decide jugarse el resto: saca la carpeta del cajón, la mira unos instantes y la agrega a sus otros papeles de trabajo.

Cristina Kirchner lo recibe, como siempre, llena de ideas, reflexiones, sentencias y directivas. Al final de la reunión, el funcionario se levanta para irse y con un pie en el estribo, saca la carpeta y la deposita sobre el escritorio como quien abandona una servilleta: "Ah, doctora, acá le dejo este informe técnico que a lo mejor le puede interesar", dice. Y trata de que su voz no transmita ningún énfasis. Le dejo algo irrelevante, un asunto colateral, parece decir su tono, y se retira con las manos frías del despacho.

Pasa toda una semana, siete días y siete noches, sin recibir ninguna respuesta: no sabe cómo impactó en el ánimo presidencial ese balance acerca de las tormentas que acechan al país. Y el funcionario se come las uñas y recuerda la caída en desgracia de algunos colegas notorios que le acercaron malas noticias a la jefa, y también de otros que al haber callado recibieron sus lapidarias reconvenciones: "¡Nunca más me oculten la verdad!". Hay que andarse con mucho tiento para sobrevivir en ese campo minado. La verdad es una sábana corta, cuando te tapa los pies puede dejarte al aire la cabeza. Y tu cabeza puede rodar.

Siete días después de aquel episodio, la Presidenta llama por teléfono al funcionario para hacerle preguntas sobre otra cuestión de Estado. Conversan un rato, y al final, también con un pie en el estribo, Cristina le dice: "Ah, y nunca más me hagas llegar un informe dictado por Magnetto". Y le corta.

Al funcionario se le hiela la sangre. Y luego, en una cena con un íntimo amigo que tenemos en común, se lo comenta con la sensación de que ese informe debió quedarse a dormir para siempre en aquel cajón. No doy los nombres del funcionario ni del amigo por obvias razones. La anécdota es anterior a que la Presidenta convocara a los "cinco fantásticos" y les requiriera una solución urgente. Sé que Cristina está ahora verdaderamente preocupada por la inflación, por la hemorragia de las reservas, por la caída del empleo y del consumo, y por la salida permanente de la inversión extranjera. Pero hasta hace muy poco todavía no había asumido física ni psicológicamente la gravedad del momento. Les adjudicaba todos los traspiés de las finanzas públicas y el clima de pesimismo general a la mala intención de la derecha, a los intereses corporativos y, principalmente, a los medios hegemónicos. A veces me pregunto qué hubiera sido de los Kirchner sin los diarios independientes: fueron voraces lectores de ellos, se enteraron de incontables errores cometidos por su propia gestión a través de nuestras páginas y alcanzaron a enmendarlos gracias a que se los señalamos. Esa lectura permanente y espinosa, que hoy continúa Cristina cada mañana con confesada actitud militante, le permite tomar la temperatura de la sociedad, conocer el pensamiento de la oposición y poner en perspectiva las principales acciones de su gobierno. Un país sin diarios críticos sería para ella tremendamente perjudicial, le traería un síndrome de abstinencia, un desasosiego similar al de un lector desesperado y perdido en el Día del Canillita. En tristes ocasiones, uno desea lo que no quiere.

La peripecia del funcionario y del informe maldito confirma también que sus principales espadas le temen más que a nadie, y que tratan de endulzarle el oído con hechos y estadísticas que encajen con el relato. Y esto no es nuevo: nadie quiere ser un cadáver político. Lo que resulta absolutamente novedoso es que varios de ellos se desahoguen ahora con periodistas o con allegados: les parecen disparatadas las medidas que viene tomando el cristinismo desde hace un año y medio. Estamos hablando del cepo cambiario, el blanqueo de dinero y la consagración de la Argentina como paraíso fiscal, el pacto con Irán, la partidización de la Justicia, la apropiación del papel de diario, la presión desvergonzada a los hipermercados para que asfixien a los grandes periódicos, los planes de intervención al Grupo Clarín y muchas más. Los hombres de la Presidenta muestran su desasosiego frente a estas ocurrencias, las consideran indefendibles aunque aparezcan cada mañana promocionándolas por la radio, y de inmediato nos ruegan discreción. Que no se los nombre, que por favor no publiquemos nada porque "Cristina lee todo".

Pero la escena de aquel funcionario al que se le helaban las manos y se comía las uñas es reveladora también por la mención de Nosferatu. Es la palabra "Magnetto", pronunciada en el despacho presidencial y destinada a sospechar de una mano negra que llega a todos lados y todo lo contamina, lo que llama a tanta perplejidad. ¿Creía la Presidenta que Magnetto estaba detrás de aquel mero informe técnico, cree verdaderamente que está detrás de cualquier dato que desbarate la narración kirchnerista de la realidad? Sería más tranquilizador para todos los argentinos pensar que sólo se trata de una metáfora, que Magnetto se transformó en un sinónimo de complot, o en la construcción pícara y deliberada de un monstruo contra quien pelear y a quien culpar de todos los errores y males del país. Un muñeco al que tirarle el muerto de la inflación, el estancamiento de la economía, el callejón sin salida de la moneda, la derrota de la política de seguridad y cualquier otro fracaso. Un Nosferatu verosímil para que los militantes se entretengan clavándole estacas. Porque si en serio se cree en lo más empinado de la administración nacional que Héctor Magnetto tiene todas esas facultades mágicas y sobrenaturales, me permito pensar que se ha perdido cierta noción de la realidad. Una cosa es actuar en una telenovela (cualquier gobierno tiene incluso derecho a fabricársela siguiendo los modernos manuales del marketing político) y otra muy distinta es que los actores pasen a creer, en un momento dado, que son los personajes de la ficción que interpretan.

La palabra que más se oye en los cafés políticos de la Argentina es la palabra "locura", vinculada siempre a los vaivenes y las radicalizaciones adoptados por el oficialismo, una espiral que produce vértigo dentro de los propios bloques de legisladores del Frente para la Victoria, donde se vota por disciplina partidaria y donde cunden susurros dramáticos: "Ya sé, es una locura, pero si no lo hago quedo afuera". O "si no acompaño esta locura mi gobernador no puede pagar los sueldos".

Ese proceso demencial de la política hace verosímil cualquier especulación: desde que se deje sin aire a Jorge Lanata hasta que se someta comercialmente a la nacion buscando una compra hostil; desde que se abran las cajas de seguridad de los bancos si fracasa el blanqueo hasta que se derribe a cualquier juez que falle en contra de los intereses del Gobierno. Se ha perdido la capacidad de sorpresa y se ha instalado el miedo. Hay incluso una cierta desinhibición de última hora, una especie de borrachera que viene después de la fatiga, un descuido, una especie de descaro. Se puede decir A en enero, B en marzo y C en julio. Se puede sostener sanguíneamente una convicción y lapidar a sus críticos, y se puede de repente salir a defender lo contrario y con la misma saña. "El poder de las ideas irracionales es irresistible para algunos políticos", dijo esta semana el economista sueco Frederik Erixon, director del Centro Europeo de Política Económica Internacional: intentaba explicar, durante un simposio en Madrid, las últimas decisiones que había tomado nuestro país. Son inexplicables.

Es curioso, porque muchas de esas decisiones arrebatadas no hacen más que achicar al kirchnerismo, son pequeños pero persistentes suicidios políticos que sólo festeja el núcleo duro (para quien se gobierna), pero que producen un creciente rechazo en la mayoría de la sociedad. La clave, tanto para el oficialismo como para la oposición, podría ser una utopía. Ponerle la misma pasión a la cordura. ¿Se podrá?

© LA NACION

No hay comentarios.:

Publicar un comentario