Se acabaron el cash, las expectativas y el sentido común

Se acabaron el cash, las expectativas y el sentido común

Por  | LA NACION



éstor Kirchner creía que para gobernar había que tener cash y generar expectativas. A Cristina se le acabaron al mismo tiempo la plata y el futuro. La combinación entre un grave problema macroeconómico , un proyecto derrotado y sin herederos, una desembozada guerra peronista por la sucesión, un fuerte descrédito internacional y una creciente desconfianza de una sociedad enfrentada una vez más a la pesadilla del dólar y la alta inflación, forman esta "tormenta perfecta" que azota el velero kirchnerista.

Una cosa es profundizar el modelo y otra muy distinta es hundirlo. En esta extraña tarea de autodestrucción estuvieron empeñadas desde hace por lo menos tres años las sucesivas gestiones económicas de la Gran Capitana. Como reconocer errores y negligencias no les parece de buen gusto, apelan ahora al truco más viejo de todos: pérfidos poderes conspiran contra los buenos.

Esa conjura tiene dos frentes: el externo y el interno. Sigamos el razonamiento oficial: ¿el mundo le bajó el pulgar a la Argentina? Algunos ministros de Cristina bordearon estos días esa idea suicida y extrema. El argumento autoexculpatorio es muy tentador y sugiere que "los poderes concentrados" quieren castigar a una economía "emancipadora y popular". La realidad, sin embargo, parece un tanto rebelde a esas fiebres. La adulteración de las cifras oficiales, el cepo cambiario, la inflación galopante, las bravuconadas nacionalistas, las diversas prepotencias contra naciones y empresas, y una política exterior ensimismada no han mejorado mucho la marca Argentina. Esta semana, nuestro gobierno brilló por su ausencia en el Foro Mundial Económico de Davos y allí se supo que somos uno de los países peor calificados del planeta. Nueve de cada diez gerentes generales de las compañías que operan en nuestros pagos tienen mala espina sobre la marcha de sus propios negocios. Y trascendió que para la comunidad económica a los argentinos ya no nos caracteriza el buen vino ni la soja, sino nuestra baja calidad institucional. ¿Quiénes infligieron este daño tremendo? ¿Los pragmáticos inversionistas que han resuelto no invertir un dólar partido por la mitad, o la administración pública nacional que creó estas tristes condiciones?

Otra señal posible para entender cómo nos ven afuera se encuentra en el flemático estupor con que los miembros del Club de París tomaron la brusca presentación de Axel Kicillof. Este mismo gobierno tenía arreglada de palabra la cancelación de esa deuda hace más de siete años, pero a los Kirchner les encantó despilfarrar la plata y hacer bicicleta. Bajemos el asunto a tierra: imaginemos que somos el cliente de un banco que nos ha otorgado un crédito y al que le hemos colgado la galleta. Nosotros nos apersonamos, le exigimos que cambie su protocolo y le advertimos que sólo pagaremos nuestra deuda si las condiciones nos satisfacen. Una cosa es la valentía, compañeros, otra muy distinta es el caradurismo. La fría respuesta que le dedicaron a nuestra ocurrencia ha sido leída de este modo por los observadores internacionales: "Fueron por agua, les darán anchoas". La Argentina no acepta pasar, como cualquiera, por una auscultación de rutina: sería políticamente inviable después de tanto cacareo y obligaría a someter un cuerpo desquiciado y enfermo a la revisión de un severo médico clínico. ¿Por qué quiere Cristina pagarle justamente ahora al Club de París? Porque necesita dinero fresco para sus agotadas alcancías. Los expertos aseguran que es un mal cálculo, porque aunque se resolviera hoy mismo aquella deuda sempiterna, este nuevo flujo de divisas tardaría mucho en llegar. Y el tiempo apremia. El mundo no moverá un dedo para perjudicar a este país insignificante, pero tampoco nos arrojará un salvavidas. A menos que lo pidamos. ¿Pero para qué vamos a pedirlo si después de una década ganada somos un país pujante y ejemplar?

Esa insólita mezcla de soberbia con ineficiencia y doble discurso es también el signo distintivo del frente interno. Kicillof era conocido en el ámbito académico por su única especialidad: la historia del pensamiento económico. Con una devaluación del 32 por ciento del peso desde que ocupó el sillón de Hacienda se ganó un renglón en su propia antología. Las futuras generaciones de alumnos también estudiarán este "kicillazo", que para estar a tono con el discurso oficial tiene aroma setentista, no por añoranzas revolucionarias sino por el recuerdo de Celestino Rodrigo.

Confundir a quien le recomienda libros a la Presidenta y actúa como su delivery teórico con el hombre que debe manejar los fierros y salvarla de la crisis constituye un error garrafal. Es como si para realizar una operación a corazón abierto se desechara a un cardiocirujano de gran experiencia y se optara por un historiador de la medicina. El quirófano no es para cualquiera.

Cristina montó en cólera y lo vapuleó a los gritos cuando tuvo en sus manos el resultado final del jueves negro. Ella también quedará en la historia del pensamiento económico, compitiendo con Sigaut ("el que apuesta al dólar pierde") y Duhalde ("el que depositó dólares obtendrá dólares"). Su desdichada frase, "Que esperen otro gobierno quienes quieren ganar plata con una devaluación", resulta a la luz de los últimos acontecimientos una amarga ironía. Desde que implantó el cepo cambiario, hubo una devaluación del 90% en la Argentina. Y las últimas dentelladas significarán una confiscación lisa y llana de una buena parte de los salarios y jubilaciones, y un ataque al poder de compra de toda la sociedad. Hubo un festín de remarcaciones este fin de semana inolvidable.

El kirchnerismo ha fabricado incertidumbre y billetes sin respaldo. Toda la estrategia económica del Gobierno estuvo involuntariamente orientada a que la gente se refugiara en el dólar y desconfiara del peso. Para algunos economistas de la ortodoxia, una devaluación era dolorosa, pero inevitable, y aflojar el cepo era soñado. Un gobierno está en verdaderas dificultades cuando no le resulta ninguna medida. Ni una buena ni una mala, ni una de izquierda ni una de derecha. Y eso únicamente le ocurre cuando carece de un método articulado para llevar a la práctica un programa, cualquiera sea su orientación ideológica. También cuando de tanto mentir ha perdido toda credibilidad. Esa pérdida se parece un poco al descubrimiento de la infidelidad: a partir de la evidencia de una traición es muy difícil reconstruir el vínculo. Se crea en la víctima del engaño una herida narcisista y un deseo de escarmiento. Hay cosas que nunca se perdonan.

La administración kirchnerista está absolutamente desorientada, tiene mal diagnóstico y pésima comunicación, y en lugar de indagar las causas del drama busca a los culpables. Es así como esta semana la ligó el presidente de Shell: lo acusaron de haber encabezado una corrida. Veinticuatro horas después se descubrió que la compañía petrolera holandesa compró apenas un millón y medio de dólares destinado a pagar importaciones y repartir utilidades. ¿Quién autorizó esa "multimillonaria" cifra que desestabilizó la economía argentina? El Banco Central. La mala praxis alcanza incluso la invectiva paranoide: ya no son buenos ni para las operaciones sucias.

El temido accidente macroeconómico está entre nosotros. Pudo haberse evitado con algo de realismo y pericia. Y eso hace recordar que el problema político es aún mayor que el económico. Se acabaron el cash y las expectativas, pero lo más aterrador es que se terminó también el sentido común.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario