Nunca es triste la verdad
Y pensar que Néstor quería un país normal
Domingo 03 de junio de 2012
En los prólogos de su gobierno, Néstor reunió a un
grupo de militantes del Frente Grande y les sintentizó en tres palabras
lo que deseaba: "Un país normal". Algunos de esos dirigentes provenían
del marxismo leninismo, del peronismo renovador y más modestamente del
frepasismo. Todos se fueron de esa reunión iniciática muy satisfechos:
no les venían con dogmas ni ideologías grandilocuentes. Sólo se trataba
de hacer eso que luego se transformaría en un slogan de campaña. Un país
normal concebido por un peronista gradualista muy afecto al
desarrollismo. "Si los muchachos de La Cámpora hubieran oído entonces
esas instrucciones, habrían caracterizado a Néstor como un tipo de
derecha", me dijo con ironía esta semana uno de aquellos pioneros del
kirchnerismo.
A pesar de las críticas que se le podrían hacer,
Kirchner construyó inicialmente una nación que aludía a la normalidad
deseada: el Estado no emitía para financiarse, se cuidaba con sana
obsesión de almacenero los superávits gemelos, se acumulaban reservas,
las provincias no tenían problemas financieros, el campo estaba tan
contento que votaba al Frente para la Victoria, venían inversiones del
mundo (con el que aún había una cuidada relación), y los ciudadanos que
podían ahorrar lo hacían en pesos: nadie iba al dólar y a veces el Banco
Central tenía que salir a sostener la divisa para que no se cayera.
Ayudó mucho el viento de cola. Pero con una mano en el
corazón: ¿alguien podría haberlo hecho mejor? Quiero decir: ¿alguien
habría tenido la capacidad, el tesón y la estructura organizativa para
llevar a cabo una salida mejor de esa crisis profunda? No son ucronías
ni interrogantes meramente históricos. Pese al grave deterioro económico
e institucional que experimenta hoy mismo la Argentina, sigo haciéndome
las mismas preguntas incómodas: ¿alguien en la oposición tiene la
capacidad instrumental e ideológica, alguien posee una verdadera idea
renovadora para manejar esta nación de manera efectiva, con una alianza
social y política consistente que tome el timón, conduzca el barco en
medio de la tormenta y nos garantice que no lo chocará contra el
iceberg? La mayoría de la sociedad piensa que todavía no. Y yo la
acompaño, humildemente, en ese íntimo sentimiento. Dicho todo esto,
¿cuándo comenzaron a ir mal las cosas? ¿Cuándo se inició esta extraña
metamorfosis que convertiría a un reformista en un falso ícono
revolucionario? Es obvio que la "cheguevarización" de Néstor (entendida
únicamente como glorificación pop, transgresora y un tanto frívola de
una figura política) se consolidó con su muerte. Pero uno debe
retroceder bastante para descubrir cuándo el almacenero arrojó la
libreta y comenzó a huir hacia delante. Supongo que esto ocurrió cuando
las cosas empezaron a ir mal, cuando se agotó la caja, después de la 125
y de la consecuente catástrofe eleccionaria. Allí se abandonó la
disciplina racional y se abrazó la épica. Esa poesía heroica le granjeó
la adhesión de muchos jóvenes e intelectuales, que le permitieron dar la
"batalla cultural". A mayores problemas, mayores discursos
altisonantes. A mayor enmascaramiento de las dificultades, mayores
proclamas patrióticas. Néstor decía en secreto: "No miren lo que digo
sino lo que hago". Luego en la época de las epopeyas, esa sentencia se
invirtió: "No miren lo que hago sino lo que digo". Una retórica hinchada
y pomposa fue reemplazando una gestión más gris, pero también más sana y
efectiva.
Quizás el punto culminante de la grandilocuencia
ocurrió el viernes 25 de mayo, cuando la Presidenta dijo: "Devolvimos a
los argentinos la patria que les arrebataron". Esa frase es interesante
porque carece de pudor. Y porque justo es pronunciada en tiempos
difíciles, cuando se sospecha un largo período de recesión con
inflación, nerviosismo y muy malas noticias para los ciudadanos de a
pie.
La mención de la Guerra de la Independencia me hizo
acordar a las amarguras últimas de José de San Martín. Siempre me
pareció significativo ese derrotero. Es cierto que el viejo general
tenía una enorme tristeza por el injusto ostracismo al que lo habían
sometido sus propios compatriotas. Pero si uno analiza detenidamente su
actuación en Perú, cuando le tocó gobernar, y luego su vida en el
exilio, se dará cuenta de que la verdadera razón de esa pena tan honda
se encontraba en que había sido derrotado en el terreno de la política.
El general había ganado todos los combates militares, pero había perdido
esa batalla crucial en Lima. Convencer es más difícil que disciplinar, y
de ese fracaso político deriva su paso al costado con Simón Bolívar y
su rápido camino al destierro.
La parábola del padre de la patria encierra entonces
algo del gen argentino: somos espectaculares en la conquista e
inconstantes en la gestión. Somos magníficos y rápidos para
recuperarnos, y mediocres para la tarea política del día a día, donde no
hay epopeyas sino anónimas y aburridas rutinas necesarias. Tal vez por
carecer de ese temperamento, países con menos recursos humanos y
geopolíticos han avanzado, sin embargo, mucho más que nosotros. Y lo
siguen haciendo.
Hoy, en la Argentina hay psicosis por el dólar, alta
inflación, falta de crédito y castigo al ahorro, provincias fundidas que
ya piensan en cuasimonedas, caída del consumo y de las exportaciones,
congelamiento de la obra pública, graves dificultades para las pymes;
aislamiento, temores e incertidumbres. ¿Y si prueban de nuevo con "un
país normal"?
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