Un plan destituyente


El escenario

Un plan destituyente

Por Joaquín Morales Solá | LA NACION

Si todo fuera cierto, como parece, Cristina Kirchner se ha convertido en una cabal destituyente. Después de tantas acusaciones falsas del kirchnerismo sobre supuestos golpismos ajenos, ha sido la primera autoridad política de la Nación la que habría promovido la destitución del gobernador Daniel Scioli. El relato del intendente de Lanús, el kirchnerista Darío Díaz Pérez, sobre una conversación con la Presidenta, la muestra a ésta casi desesperada para que Scioli se vaya cuanto antes de la gobernación. Es improbable que Díaz Pérez, un político que siempre prefirió callarse, haya elegido por sí solo semejante historia para aprender a hablar. Más vale creer que el kirchnerismo fue notificado de manera oblicua, como suele hacerlo, sobre el destino de Scioli. Un destino sin destino.
Scioli podría reclamar el mismo trato que tuvo el ex presidente paraguayo Fernando Lugo, a quien al menos le montaron el teatro de un juicio político. Al gobernador, en cambio, lo juzgó y lo condenó la opinión y la voluntad de una sola persona: la Presidenta. El relato de Díaz Pérez es creíble, a pesar de los desmentidos, por uno de esos datos que parecen secundarios. El intendente contó que Cristina habría dicho que Scioli "pasa mucho tiempo con los Pimpinelas y poco tiempo trabajando".
Un kirchnerista que la conoce desde hace mucho tiempo concluyó así: Fue ella. Desde hace muchos años alude a la relación de Scioli con los Pimpinelas para subrayar su frivolidad .
Desde hace años también, Scioli se niega a creer que es un hereje para el kirchnerismo. ¿Lo cree realmente? ¿O usa ese argumento para seguir diferenciándose de los que mandan? En su conferencia de prensa de ayer se mostró más Scioli que nunca. Con el ropaje de un pacifista dispuesto a enfrentar desarmado las balas, señaló que sus únicos enemigos son los delincuentes y las drogas. Un político sin enemigos. ¿Hay algo más diferente del kirchnerismo?
El problema de Cristina con el gobernador es político, ideológico y personal. El conflicto político se reduce a una simple y general constatación: Scioli encarna ahora el relevo del kirchnerismo en el liderazgo del peronismo. Ese relevo no surge de un proyecto nuevo, porque nadie sabe cuál es el proyecto de Scioli. Tampoco se explica en un carisma especial, del que el gobernador carece. El único fenómeno que se advierte en Scioli, casi inexplicable, es su capacidad para atravesar las tempestades sin mojarse. No es un sabio administrador ni un deslumbrante orador. Su forma de ser, con todo, es poco habitual en el peronismo de estos días: sabe escuchar, trata de entender al otro y le gusta más la amistad que la enemistad. Suficiente. Ese único trazo lo define como un peligroso antikirchnerista.
Podrán decirse muchas cosas de las palabras desestabilizantes de la Presidenta, pero no podrá negársele que tiene razón cuando ve una contradicción ideológica entre ella y Scioli.
Scioli viene del mundo empresario y de frecuentar al famoseo local desde que era deportista. La Presidenta ha hecho de las ideas y de la política un drama perpetuo, una ópera continua, aunque también le gustan los famosos. Lo suyo no son los Pimpinela, sino Bono, Roger Waters o Sean Penn. Estos no son híbridos; tienen el glamour de la progresía que ella cultiva. La principal contradicción entre ellos consiste en que Cristina es una señora del Barrio Norte porteño con un discurso de imprecisas revoluciones, mientras Scioli es un hombre con fortuna personal que sólo aspira a ser previsible.
Nadie sabe si el rencor personal fue anterior a esas discordias políticas e ideológicas o si el rencor fue producto de ellas. Pero el rencor también existe. Scioli no es nadie para quien aspira a fundar una historia todos los días. Cristina está rodeada de personas que no son nadie, pero Scioli le deparó una sorpresa: ese nadie es más popular que ella, quiere ser presidente cuando ella ya no pueda serlo y el peronismo está siendo seducido por él. El kirchnerismo puede soportar cualquier idea menos la del fin del poder.
Al peronismo le importan pocas cosas, pero decisivas: las encuestas, la continuidad en el poder, el control de las organizaciones sectoriales y la capacidad para influir en un gobierno. Scioli le garantiza, por ahora, todo eso. Sucede lo mismo con Hugo Moyano. El kirchnerismo los está convirtiendo en mártires y corre el riesgo de transformarlos a Scioli y a Moyano en ídolos peronistas.
Hay quienes aseguran que la Presidenta tramó la destitución de Scioli antes de que Scioli fuera reelecto. ¿Qué sentido tuvo si no, ante las evidencias de ahora, la imposición de Gabriel Mariotto como vicegobernador? ¿Cómo se explica, si no, que Mariotto se haya dedicado desde el primer día a erosionar el equilibrio de su gobernador? El sesgo autorreferencial de la Presidenta es antológico. Un vicepresidente fue un traidor por haber votado una sola vez en contra del gobierno en el Senado, pero Mariotto no lo es cuando debilita a Scioli un día sí y otro también.
A pesar de todo, hay otra cuestión que se metió calamitosamente entre la Presidenta y Scioli: la economía. Cristina ha declarado una guerra donde existía una necesidad compartida. La situación económica de Scioli es desastrosa, pero la Presidenta no está mucho mejor. La única diferencia es que la Nación cuenta con el Banco Central y puede emitir. Los gobernadores tienen que mendigar , describió el economista Carlos Melconian. No es una diferencia menor, es cierto, aunque también la ventaja de Cristina tiene su desventaja: la alegre emisión de dinero espolea la inflación, que es el gran problema irresuelto de la Argentina.
Una novedad sorprendió en los últimos días: los economistas privados y el Indec comienzan a coincidir por primera vez en cinco años. Todos ellos dicen que la caída de la economía tiene una velocidad de vértigo. Economistas privados aseguran que la economía creció en el primer semestre del año entre el 0,5 y el 1 por ciento interanual. Nada. Es una recesión de hecho. El país ingresó al segundo semestre con su economía en recesión.
Los datos parciales del Indec acompañan esas estimaciones. Según las estadísticas oficiales, el PBI industrial cayó un 4 por ciento y un 5 por ciento la construcción. La venta de automóviles se derrumbó un 24 por ciento en abril, otro 24 por ciento en mayo y un 34 por ciento en junio. La producción de cemento registró un descenso importante en el primer semestre. La caída de la inversión fue altamente negativa en los primeros seis meses del año; algunos economistas privados señalan que podría estar en 16 puntos por debajo de cero.
Las restricciones para acceder al dólar, que se agravan con el paso de las semanas, y el freno absoluto y discrecional para las importaciones están convirtiendo a la economía en un páramo.
Decenas de obras privadas se frenaron en seco en los últimos días. Nadie está dispuesto a invertir en un país donde la propiedad del dinero ha dejado de ser propiedad privada. El Gobierno hasta hizo saber que obligará a los bancos a dar créditos a tasas del 14 por ciento anual, muy por debajo de la inflación. Así, condenará a los bancos a trabajar a pérdida o, en el peor de los casos, a la quiebra.
La única buena noticia de los últimos días fue un nuevo repunte del precio de la soja en el mercado de Chicago, que llegó a rozar los 600 dólares la tonelada. ¿Significa que el próximo año será mejor? No. Sólo habrá una mayor disponibilidad de dólares. La situación macroeconómica tiene otros condimentos letales y su modificación requeriría de un cambio sustancial de la política económica. Cristina Kirchner carece de ductilidad para decisiones de esa envergadura y no está dispuesta a reconocer que se equivocó. No lo ha hecho nunca.
La Presidenta podría haber acordado con Scioli en que los dos están mal. Hubiera sido una manera diferente de abordar la escasez real y mutua. Prefirió, al revés, confirmarse ella misma lo que ya sabía: que está ante un enemigo que la acecha para quitarle el poder. Eligió intentar una destitución antes de ser destituida.
Es la manera, conspirativa y enredada, de Cristina para resolver los problemas colectivos que están a la vista de todos. Es la mejor manera, también, de no resolverlos nunca.

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