Crecientes y peligrosas expresiones de odio (II y final)


Domingo 23 de septiembre de 2012 | Publicado en edición impresa
Editorial I

Crecientes y peligrosas expresiones de odio (II y final)

El clima revanchista está alejando la reconciliación histórica que nuestra sociedad necesita para abocarse, unida y en paz, a la construcción del futuro


En cualquier sociedad, cuando las expresiones de odio a nivel individual o colectivo se vuelven frecuentes, acarrean graves consecuencias. Entre ellas, la xenofobia, el racismo, el antisemitismo, la intolerancia, la agresividad constante y una enfermiza actitud de hostilidad permanente como estado de ánimo social. Esas reacciones se acendran peligrosamente y se contagian cual alud que amenaza con arrasar con la paz y la tranquilidad de la comunidad.
Tan primario y asociado a lo instintivo es el fenómeno antes referido que los seres humanos podemos construir pretendidas racionalizaciones para así fundar nuestros rencores, buscando justificarlos. Como si hacerlo fuera imperioso para bajar la cuota de culpa o responsabilidad que conllevan. O simplemente los expresamos sin mordazas, clara y vivamente.
Los malos ejemplos se transmiten verticalmente, son los mayores quienes establecen patrones para los niños, fenómeno que se repite también dentro del conflictivo y estratificado mundo de los adultos. Cuando quien ejerce la autoridad, cualquiera sea el ámbito, no promueve el diálogo, la comprensión y la sana convivencia, el discurso se puebla de expresiones que estimulan la provocación y los enfrentamientos.
"Divide y reinarás" ha sido una vieja proclama cuya efectividad, desde las épocas del Imperio Romano, adquiere hoy entre nosotros una vigencia inusitada. Basta con escuchar los discursos presidenciales que cada vez con mayor frecuencia abusan de la cadena nacional: lejos de llamar a la pacificación y a la unidad, el Poder Ejecutivo insiste en resaltar las antinomias, promueve los enfrentamientos y las divisiones clasistas cuando no genera, con inagotable creatividad, otras nuevas. La dialéctica de la confrontación está instalada en el vértice más alto del poder y funciona como usina de una nefasta espiral.
Esta versión kirchnerista del peronismo ha sepultado el sabio consejo de su fundador en el sentido de que "para un argentino no hay nada mejor que otro argentino", pues basta observar cómo la confrontación política estalla en el seno de una misma familia o entre amigos. Cualquier expresión de disidencia puede ser inmediatamente denostada y castigada con calificativos degradantes y peyorativos con los que sólo se ahondan las divisiones entre los argentinos.
Muchas veces, es el propio oficialismo el que arbitrariamente edifica las barreras y define quién queda a cada lado de ellas. Al hacerlo no escatima mala fe y atenta así contra la posibilidad del diálogo y de los consensos que son imprescindibles para el desarrollo de cualquier sociedad. En el registro oficial, los "enemigos" están siempre al acecho y el objetivo único es estrechar filas para demolerlo. Este sentimiento tan destructivo se adueña irremediablemente de la conducta de sus mentores y se esparce como una peste por todo el entramado social. El choque dialéctico estalla. La derecha contra la izquierda, el rico contra el pobre, el liberal contra el populista, los provincianos contra los porteños, los civiles contra los militares, el que fue a la marcha y el de la contramarcha, integran un inventario interminable de enrolamientos para la discordia.
El triunfo del más fuerte puede destronar tanto a la razón como a la verdad y a la justicia. Quien se erige en vencedor se siente con el derecho de infringir las normas y violentar las instituciones. Desde su sitial, la historia adquiere otras aristas y, muchas veces, deja lugar al relato torcido, puesto al servicio de explicar aquello que se quiere justificar.
El resentimiento es no sólo uno de los principales responsables de los graves desencuentros de ayer, sino el motor de las venganzas y del presente clima revanchista, que alejan cada vez más la reconciliación histórica que nuestra sociedad precisa para dejar de mirar hacia el pasado y abocarse, unida, a la construcción del futuro que nuestros hijos merecen.
No hay lugar para la indiferencia cuando la salud de la República está en juego y preservar la paz es un imperativo. Los dirigentes, no sólo los políticos, de nuestro país, cualquiera sea su ámbito de acción, debieran preocuparse y ocuparse de encontrar la forma de abandonar los enfrentamientos estériles que sólo nos alejan del diálogo enriquecedor y del sano intercambio necesarios para la paz social y el crecimiento ordenado de una nación.
Desde el oficialismo, cierto periodismo llamado militante y hasta las barras bravas del fútbol, por poner sólo algunos ejemplos, están abocados a redoblar las apuestas inyectando a la sociedad altas dosis de ira y resentimiento. Ante esto, muchos asisten impertérritos al triste espectáculo en silencio y temerosos de alzar sus voces para cortar el círculo vicioso.
Mientras tanto, el ciudadano común asiste al bombardeo del odio y sufre a la manera de un rehén sus consecuencias. La suerte de nuestro país está en manos de todos. Debemos cambiar de rumbo y promover la tolerancia republicana, condenando cualquier radicalización, pues en ella anida el combustible de la discordia y la desunión. Negociar, ceder y buscar mínimos denominadores comunes son los grandes desafíos de la hora. Es tiempo de acortar las distancias, de bajar los decibeles de la confrontación y de marchar unidos en procura de un horizonte de justicia y paz para todos. Ojalá que toda nuestra clase dirigente entienda que no habrá para ellos, en la historia, mejor mérito que éste

La Nación

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