el Papa Francisco sostuvo algo incompatible con la sociedad democrática: la pretensión de que las creencias religiosas obraran como un límite a la libertad de expresión..

Domingo 18 de enero de 2015

El Papa y Charlie Hebdo

"Esta semana el Papa Francisco (al parecer pobre de espíritu y pobre de 

ideas) sostuvo algo incompatible con la sociedad democrática: la 

pretensión de que las creencias religiosas obraran como un límite a la 

libertad de expresión..."


El Papa Francisco usó algo parecido a una parábola para referirse al caso de Charlie

Hebdo:

"Si el doctor Gasbarri dice una mala palabra de mi mamá, puede esperarse un puñetazo. 

¡Es normal!" (...) "No se puede provocar", dijo el Papa, "no se puede insultar la fe de los 

demás. No puede uno burlarse de la fe. No se puede". Según Francisco, la libertad de 

expresión "tiene un límite".

Hasta ahora, Francisco era el favorito de los creyentes que querían ahorrarse el lado 

cavernario de la fe, el preferido de quienes pensaban que la fe era la adhesión a un 

puñado de principios de buena voluntad, una especie de actitud razonable y tolerante 

frente a la diversidad de la vida humana. Estaban equivocados. Como había dicho 

Ratzinger en Caritas in Veritate, la simple caridad, el simple anhelo de tratar con cuidado y 

consideración al prójimo, no tenía demasiado valor sin la verdad que la Iglesia atesora. Y 

esa verdad, que se refiere entre otras cosas a la santidad de Cristo y a la vida de María 

como ideal para las mujeres y las niñas, es la que obra, según Francisco, como un límite a 

la libertad de expresión.

Los creyentes, según Francisco, tendrían derecho a que esa verdad en la que creen no 

fuera relativizada ni burlada por los no creyentes.

So pena -al menos- de un puñetazo.

A primera vista, esa posición de Francisco parece sensata. Cada uno respetando las 

creencias fundamentales de los demás, en una perfecta convivencia plural y multicolor.

Pero a poco andar se advierte que su punto de vista es insensato y no puede ser 

aceptado.

Como las creencias fundamentales son definidas por el propio sujeto que las siente y las 

profesa, de hacerle caso a Francisco, cada miembro o grupo de la sociedad tendría 

derecho a erigir lo que creyera o abrazara como fundamental -el núcleo de su fe- como un 

coto vedado a la expresión o la sorna de los otros. Todos los que no compartieran la 

creencia declarada como fundamental debieran entonces enmudecer. Así, quienes 

piensan que el destino final de los seres humanos depende del hecho de que la mujer 

debe estar subordinada, que las niñas deben someterse a la ablación del clítoris, que el 

consumo es un error, que la ingesta de este o aquel producto es un pecado, que las 

transfusiones de sangre están prohibidas, que la homosexualidad es un error moral, que la 

píldora es una transgresión o el divorcio un pecado, y que reivindican todo eso como una 

creencia identitaria y fundamental, algo que se confunde con su identidad y su dignidad, 

estarían protegidos frente a quienes piensan que esas ideas son agraviantes para la 

autonomía de los seres humanos. Y es que, según el argumento de Francisco (quien 

parece haber confundido la pobreza evangélica con la pobreza de ideas), esas creencias 

formarían parte de la fe y serían, de esa manera, un límite a la libertad de expresión.

¿Adónde se llegaría si cada grupo o cada cultura pudiera definir lo que es fundamental 

para sí misma, aquello que, siguiendo a Francisco, constituye su fe, ese núcleo 

fundamental que no podría ser afectado por la expresión de los demás so pena de un 

puñetazo?

La respuesta no es muy difícil.

La cultura democrática enmudecería. La larga tradición occidental de crítica y de sátira de 

las creencias inverificables -porque eso son las creencias religiosas: apuestas 

inverificables- desaparecería por el temor de ofender o agraviar a todos los true believers, 

esos verdaderos creyentes que, como los que mataron a Charlie Hebdo, enarbolan su fe 

para someter o amagar la autonomía de los seres humanos que no piensan como ellos. 

Una sociedad democrática reconoce el derecho de sus miembros a adherir y profesar las 

creencias que prefieran y a practicar el culto de su preferencia. A eso se le llama libertad 

religiosa. Sin ella no hay sociedad democrática. Pero esa libertad no concede a quienes la 

ejercen el derecho de erigir sus creencias como un coto vedado a la crítica y el humor de 

quienes no las comparten. Y es que usted tiene todo el derecho del mundo a creer en lo 

que sus padres o su propia experiencia le hayan indicado; pero no tiene ningún derecho a 

que los demás consideren que lo que usted cree es, por el hecho de que usted lo cree, 

sagrado.

Las palabras del Papa Francisco revelan una pretensión inadmisible para una sociedad 

democrática: la idea de que la libertad religiosa incluye el derecho a que las creencias 

finales de los seres humanos sean protegidas de la forma más feroz, más fecunda y más 

pacífica de crítica que la cultura humana ha inventado: el humor.


Domingo 18 de enero de 2015

El Mercurio por C. Peña, rector de la U. Diego Portales

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