La corrupción, la cosa juzgada y la impunidad

Sábado 28 de febrero de 2015 | Publicado en edición impresa

Editorial I

La corrupción, la cosa juzgada y la impunidad

La imposibilidad de rever una sentencia firme es un pilar del Estado
de Derecho, pero requiere que haya sido dictada en forma regular y sin
fraude



Los más de treinta años de democracia en la Argentina nos alientan a
esforzarnos en corregir falencias que impidan el afianzamiento del
sistema y aun su subsistencia, entre los que se destaca la corrupción,
tanto pública como privada.

La corrupción pública está hoy más extendida y es más sofisticada. La
codicia e impudicia son mayores: ya no bastan las coimas; ahora los
corruptos pretenden quedarse con el negocio o con las empresas.
También se han sofisticado los mecanismos de colusión con entramados
societarios en paraísos fiscales, triangulaciones, retornos, las
embajadas paralelas y "cortafuegos" de protección, aunque se mantienen
las prácticas tradicionales de favorecer a los amigos del poder (por
caso, el crecimiento patrimonial del pseudoempresario Lázaro Báez
supera al de Jorge Antonio, que de ser un desempleado de Obras
Sanitarias de la Nación, en 1947, pasó a tener una fortuna millonaria
durante el auge del peronismo), o las referidas coimas, de las que el
país ha visto valijas repletas de dinero que, por su volumen, se pesa
en vez de contarse.

Un aspecto al que los corruptos hoy prestan atención es tener
aprobadas las declaraciones juradas que justifiquen sus aumentos
patrimoniales, sumando camuflajes jurídicos y procurando controles
judiciales complacientes para capear las tempestades que recrudecen al
dejar la función pública.

Sobran malos ejemplos en todos los niveles gubernamentales, en
empresas del Estado, en el Congreso de la Nación y en el propio Poder
Judicial.

Un caso paradigmático es el del matrimonio presidencial que ha
procurado, año tras año, justificar su patrimonio, que pasó de tener
cierta significación cuando Néstor Kirchner asumió el poder en 2003, a
multiplicarse sideralmente durante su mandato, un incremento que ni
los grandes especuladores mundiales podrían siquiera emparejar. Poco
importa la rusticidad de los mecanismos: recibir estratégicas tierras
fiscales que se revenden con ganancias astronómicas, altísimos y
desproporcionados alquileres abonados por amigos adjudicatarios de
obras públicas o tasas de interés insólitamente elevadas por
inversiones en dólares a plazo fijo. Todo sirve para que, con la firma
de algunos profesionales más la revisión laxa de las autoridades
fiscales y en casos extremos con jueces prestos para abortar algunas
denuncias, puedan cubrir los incrementos con un barniz de legitimidad.

La cuestión adquiere lógica dimensión institucional en estos delicados
momentos, porque la administración en retirada está multiplicando
acciones de protección. Así, acelera demorados proyectos para cambiar
el procedimiento penal simultáneamente con acciones destinadas a copar
o colonizar el Ministerio Público para tener más fiscales amigos.

Como se ha venido observando, un paso más sofisticado en esta
dirección es intentar la impunidad a través del propio Poder Judicial,
con fallos "providenciales" que los desincriminen y perduren como cosa
juzgada. Así, por ejemplo, se cerró en forma escandalosa la causa por
presunto enriquecimiento ilícito de Néstor y Cristina Kirchner, con la
firma del juez federal Norberto Oyarbide y sin que la fiscalía
apelara.

¿Es posible utilizar a la Justicia para garantizar el fruto de la
corrupción y la impunidad de los culpables? Efectivamente, es posible.
Frente a esta realidad, ¿queda inerme la sociedad? ¿Deberá soportar en
el futuro a los corruptos devenidos en honestos por sentencias
judiciales inamovibles, no revisables? ¿Qué ocurre cuando una
sentencia se ha logrado con malas artes? ¿Puede ser revisada aun
cuando, en su momento, haya sido definitiva? ¿No se afectaría el
principio de cosa juzgada? Específicamente, ¿puede lograrse impunidad
a través de fallos inescrupulosos? En ocasiones, se recurre también
hasta a la autodenuncia para obtenerlos con jueces amigos que les
otorguen impunidad.

La cosa juzgada, esto es, la imposibilidad de rever una sentencia
firme, es uno de los pilares del Estado de Derecho y rige tanto para
los procesos penales como para los civiles. Pero para ello se requiere
que el fallo se haya dictado regularmente, sin fraude, con proceso y
una sentencia regular, con un tribunal constituido anterior al hecho
de la causa.

En caso de que se obtuvieran resoluciones favorables en forma
fraudulenta, ¿sería posible dejarlas sin efecto? En principio,
desconocer la cosa juzgada es alzarse contra el Estado de Derecho, las
garantías constitucionales y el derecho de propiedad. El respeto por
la inmutabilidad de las sentencias es la norma; la excepción sería la
revisión de la sentencia mal dictada. Esto requiere mucha prudencia,
pero, en verdad, para reforzar tales derechos y garantías es preciso
que no existan títulos falsos, de modo que no se desnaturalice el
concepto y pierda vigencia el interés en mantenerlo.

En nuestro país, hay antecedentes de revisión de fallos como el
Campbell Davidson, de la Corte Suprema, de 1971, y otros como el caso
del cheque de la Fundación Cruzada de la Solidaridad, que presidía
María Estela Martínez de Perón. Sin duda, lo más resonante ha sido el
fallo de la Corte Suprema que dejó sin efecto una sentencia que
impedía el juzgamiento de delitos en los casos de los excesos en la
represión del terrorismo por el Estado.

Recientemente, a fines de 2014, se publicaron ensayos de dos jóvenes
investigadores -Federico Morgenstern y Guillermo Orce referidos a la
cosa juzgada fraudulenta o írrita en la jerga legal, en el campo
penal. Sus criteriosas reflexiones amplían el campo de estudio, siendo
especialmente valiosas sus referencias a precedentes extranjeros.

En la lucha contra las sentencias fraudulentas, no debe soslayarse
identificar a todos los responsables, pues, más allá de los
beneficiados, la culpabilidad alcanza a todos cuantos hacen posible
tales fallos: las partes beneficiadas, los órganos judiciales, los
profesionales peritos que intervienen, y hasta los abogados que son
partícipes necesarios.

Para afianzar la democracia, debemos profundizar la lucha contra la
corrupción a través de la Justicia. Cuando una sentencia que apañe
actos de corrupción se ha logrado en forma fraudulenta, otra podría
anularla y privarla de los beneficios de la cosa juzgada. El mismo
interés en respetar las sentencias dictadas regularmente exige anular
las dictadas en forma fraudulenta. En este sentido, así como debe
preocuparnos el respeto por la cosa juzgada, es menester que este
principio no sea desvirtuado utilizándose abusivamente




http://www.lanacion.com.ar/1772150-la-corrupcion-la-cosa-juzgada-y-la-impunidad

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