El Indec de la Historia

Editorial I

El Indec de la Historia

La eliminación del nombre del general Aramburu de un jardín de infantes es otro ejemplo de los antojadizos intentos de distorsionar nuestro pasado


Se lo suele llamar "el relato", aunque su denominación más apropiada sería "la fábula". Participa de géneros posibles de la creatividad fantasiosa. Se caracteriza por una distorsión desenfrenada de datos y hechos, por una visión antojadiza de las estadísticas y de la Historia. Ha sido signo cabal, tanto en la sociedad argentina como en su proyección por el mundo, de una falacia monumental elevada a política de Estado.

La fábula ha rehecho desde el prólogo del Nunca más, el informe final de la Conadep elaborado por un grupo de notables en el que se destacó Ernesto Sabato, hasta los números que deberían certificar la real evolución económica y social del país. Con la misma histeria de la realidad con la que trata el pasado, la fábula ha borrado de las conmemoraciones de este año el centenario de uno de los grandes promotores de nuestra modernidad: el general Julio Argentino Roca.

Tiene la fábula adeptos dóciles para sumar en su ficción nuevos capítulos. El Jardín de Infantes N° 913, de General Villegas, fue bautizado con el nombre de Pedro Eugenio Aramburu. Las autoridades del establecimiento han hecho saber que han vivido ocultando esa denominación "por no tener nada que ver con los valores" que dicen allí.

¿De qué valores se sienten extrañas? ¿Acaso del inmenso valor de quien, habiendo sido requerido a expresar su última voluntad por los pistoleros pronto a ejecutarlo, los hizo hincar cuando pidió que ataran los cordones de sus zapatos?

Nadie está dispuesto en la Argentina del siglo XXI a consentir fusilamientos como los que siguieron inmediatamente a la noche del 9 de junio de 1956, cuando estalló la contrarrevolución de grupos cívico-militares del peronismo, aunque una situación como ésa se remonte a los odios y profundos temores recíprocos que ahincaron por largo tiempo entre los argentinos, en particular desde la persecución de la Iglesia Católica por parte de Perón, en 1954. Hubo quema de templos, humillación de prelados y proclamaciones desde el poder de que para los enemigos no habría "ni Justicia", pero sí alambre para atarlos y ejecutar a "cinco de ellos por cada uno que caiga de los nuestros".

Sólo una inmensa patología podría azuzar a los argentinos a lanzarse al riesgo de que alguna vez se repita aquella tragedia. Se generó en horas distintas, aunque no menos patéticas, que las de los años setenta; tiempo de fractura nacional en dos partes irreconciliables: peronismo y antiperonismo. La tragedia ulterior tuvo en vilo, en cambio, a una sociedad tan cohesionada como atormentada por bandas subversivas a las que los militares, siguiendo órdenes del gobierno constitucional, primero de Juan Perón y luego de María Estela Martínez, aniquilaron, replicando así desde el Estado los procedimientos siniestros que aquéllas aplicaban sin medir daños ni consecuencias.

No importa en demasía si poco más de cien vecinos de General Villegas manifestaron su acuerdo para eliminar el actual nombre de un jardín de infantes. Lo que importa es restablecer, por si no hubiera sido suficiente crimen su fusilamiento, la estatura histórica del presidente entre cuyas realizaciones se hallan el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y el Fondo Nacional de las Artes.

Ese presidente militar de un gobierno revolucionario que consolidó la recuperación de la libertad de expresión cegada por más diez años en la Argentina mantuvo excelentes vínculos con la República Española y el gobierno vasco en el exilio, mientras Perón, acogido sucesivamente por los dictadores Alfredo Stroessner, de Paraguay; José Remón, de Panamá; Anastasio Somoza, de Nicaragua; Marcos Pérez Jiménez, de Venezuela, y Rafael Trujillo, de la República Dominicana, preparaba su arropamiento final en los brazos de Francisco Franco, en 1960. Es oportuno recordarlo, en tiempos en que desde el mismo movimiento tan desdeñoso antes con las instituciones destruidas en España en 1939 hay ahora una asombrosa aunque tardía solidaridad con la vieja república de Azaña.

Después de entregar a Frondizi el poder el 1° de mayo de 1958, Aramburu fue recibido en visita oficial por los principales líderes de la reconstrucción democrática europea, como Konrad Adenauer o Charles De Gaulle. José Figueres, el artífice de la moderna democracia costarricense, lo invitó al acto de su asunción a la presidencia.

En la minuciosa confección de tergiversaciones para respaldar el acto que se prepara en General Villegas, cuya formalización debería contar con la complicidad de la Dirección de Escuelas de la provincia, se ha echado a rodar el infundio de que el cinco veces intendente del partido, el actual diputado nacional Gilberto Alegre, del Frente Renovador, ha acompañado el nuevo agravio a la figura de Aramburu. No es cierto: durante sus 18 años como intendente, Alegre no promovió hechos de esa naturaleza.

Es probable que Alegre sepa lo que ignoran algunos de sus coterráneos: Aramburu fue elevado a la más alta jerarquía del Ejército luego de haber bajado al llano. El Congreso de la Nación, por una ley que el presidente Frondizi promulgó por decreto en junio de 1958, lo honró con el grado de teniente general.

Si en la Argentina hubiera hoy un menor nivel de cobardía y cinismo cívicos, habría mayor equilibrio institucional, histórico y moral. ¿Se puede dudar, entretanto, entre los valores de un militar que dejó la presidencia sin acusación alguna de aprovechar para sí los dineros públicos, por un lado, y por el otro, los de las satrapías contemporáneas, cuyas majestades y cortes, después de haber sido señaladas por asalto sistemático a las arcas fiscales, urden, por las dudas, protección en rebuscados mantos de impunidad legal?


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